Wednesday, March 09, 2011

U keep callin'

El llamado.

La primera vez que aquel sonido monstruoso resonó en el valle, fue motivo de gran consternación.

Ésta es una historia contada por un profesor de piano, separado para siempre de su oficio cuando un terrible accidente de tren cerca de Kiev que le arrabatara una mano, al que conocí esperando a un amigo de la escuela en un bar. Me la contó con total seriedad y cierto apuro, cuando nuestra plática se acercó de pronto al barrio de los fantasmas.

Hay cierto pueblo enclavado entre montañas cubiertas de coníferas. Tiene un lago que lo hace pintoresco, y tiene cierta relevancia turística en la región. Sin embargo, desde que se tiene memoria, los habitantes padecen el magnetismo que su rincón del mundo ejerce sobre los personajes más excéntricos y cada generación siempre tiene uno o dos forasteros con alguna peculiaridad que hace más amenas las conversaciones en el marcado: el veterano de guerra que se escondió en el bosque huyendo de enemigos muertos hace décadas, el pintor extravagante que seduce a la sobrina del párroco, la viuda que hace brujería y tiene dos gatos que el panadero jura haber escuchado hablar.

Un día, llegó abordo de una vieja camioneta que jalaba un remolque un hombre de aspecto irrevocablemente mundano. Ojos saltones, una cabeza dos tallas demasiado grande para el cuerpo delgado y ligeramente encorvado, un cuello delgado que llevaba a cabo la monumental tarea de sostenerla en su lugar. Las orejas a penas demasiado grandes, los ojos quizá más cerca de lo se los habría pintado Miguel Angel o cualquier otro genio del renacimiento.

En cualquier caso, éste hombre-- cuyo nombre se convino Matías, pese a que nadie admitía habérselo preguntado (era una de esas cosas que todo el pueblo sabe sin que nadie sepa por qué lo sabe) era laudero y venía de una ciudad del Sur, a vivir en su remolque huyendo de sabrá dios qué afectación nerviosa que le hacía imperativo el aire puro de la montaña. Eso, y que quería escribir un libro.

Como el pueblo ya había tenido músicos y escritores sensiblemente más extravagantes, en muy poco tiempo pasó la noticia del sureño que vivía en un remolque al otro lado del lago. Iba a veces al mercado y en un principio hubo consenso unánime de que no era tan interesante como su misteriosa y dramática llegada (en la noche, bajo la lluvia) había prometido y que cuando sus nervios y su libro estuvieran listos regresaría a la ciudad y a los instrumentos de cuerdas.

Entonces, un mes después de su llegada, se escuchó por primera vez el sonido. Quizá sea inexacto llamarlo melodía, quizá fuera un código o un llamado rítmico y estructurado. En cuando a su naturaleza, era vagamente parecido a un didjeridoo cómo el que tocan los aborígenes en Australia, pero al menos dos octavas más grave, metálico, ¿cómo un harpa? Tal vez más bien como una harmónica, o un clavicordio, o un animal herido-- nadie pudo determinar entonces si era producto de algún movimiento digestivo profundo en las entrañas de la Tierra, o un deslave lejano o quizá el eco mutado de un tren atravesando un túnel en algún lugar cercano.

En las noches siguientes, el sonido atormentó al pueblo. Reverberaba bajo y poderoso en las montañas y regresaba al valle, como si buscara algo, como si el viento multiplicara su fuerza y lo condujera a rastras por el sueño. A veces, se le sentía como una vibración en el plexo solar antes de que llegara a ser audible. Otras veces se le presentía venir con un escalofrío o un presentimiento desagradable, similar al que se tiene al leer en le periódico que algo terrible ha sucedido en un lugar lejano donde un ser querido habita.

Era rítmico, tribal, primitivo, urgente. Se repetía en ciclos de unos pocos segundos y comenzaba de nuevo. Algo para volverse loco. La atención regresó súbitamente a Matías, que era otra vez motivo de especulaciones, una noticia reanimada del cajón del olvido. Se convino ir a entrevistarle (sólo después de agotarla posibilidad de imputarle la responsabilidad a los gatos parlantes de la bruja), bajo el pretexto de que su opinión experta echara luz sobre el misterio.

Frente al remolque en el que vivía, Matías había construido un objeto extraordinario.

Se componía de dos paréntesis de madera del tamaño de un hombre y a dos veces el largo de la camioneta uno del otro. Una inspección cercana reveló que los paréntesis eran huecos y tenían una forma hecha con propósito, como los pilares de un harpa o el cuerpo de un contrabajo. Una docena de cables en diferentes tensiones y calibres, unos como cuerdas de piano, otros aplanados y ligeramente curvos como el ala de un avión conectaba ambas partes. Un mecanismo de contrapeso (los pilares estaban articulados en la base) confería una tensión ajustable. Todo el dispositivo estaba montado sobre la vieja quilla de un pequeño velero y tenía un pivote al centro que permitía orientar el artefacto al viento. Del lado derecho, había un arco tenso con una cuerda de guitarra, que parecía tener el objeto de entrar en contacto con los otros cables y de algún modo modular su sonido.

Estaba hecho con signos intermitentes de una gran prisa y una dedicación infinita, a todas luces el producto de una obsesión sin tregua y una mente tan genial como fatigada.

Matías salió de su remolque.

Estaba mortalmente delgado, la barba azulaba su rostro anguloso y lo hacía parecer más cadáver que ermitaño. Desvencijado es la palabra que mejor describe su estado y su humor. Se movía despacio, pero habló con una prisa nerviosa que acusaba locura por todas partes. Dijo:

-Lo sé, lo sé. Lo lamento. Lo sé. Y lo lamento. Yo... yo lo sé. Vine hasta aquí y pensé que me ayudaría, no porque le creyera al doctor, sino por que no esperaba que me encontrara aquí... tan lejos. Pero me encontró, claro. Lo sé, lo sé. Lo siento. Me encontró, claro.

El grupo de personas que había ido a buscarlo permaneció en silencio, hasta que el panadero (en una inusual muestra de determinación) le contestó:

-¿Qué esta cosa? ¿Qué hace? ¡Tuvo que venir aquí y atormentarnos con su espantosos ruidos! ¡y menudo instrumento espantoso!
-Ah, sí. Lo sé. Lo lamento. No es un instrumento. Es... más bien un teléfono. Es... es una garganta y una boca, que uso para repetir palabras cuyo significado me elude... me... elude, sí.
-Tonterías.
-No, no... es un teléfono. Sí, es la mejor manera de explicarlo. Es un teléfono y yo marco el número que escuché en mis sueños. Yo... yo sólo estoy marcando el número, o quizá llamando a alguien por su nombre o escribiendo a su dirección... sí. Y su número, su nombre y su dirección es el sonido qué... sí. Lo sé, lo siento.

La entrevista ternimó tan súbitamente como había comenzado. Todo mundo regresó a casa y casi no se habló del asunto, pese a que el Llamado (como se le decía ahora al ruido) también se escuchó esa noche. Resulta que el viento movía las cuerdas, y por acción de quién sabe qué alquimia o embrujo sonaba a un volumen monstruoso. Se llegó a un acuerdo, por primera vez, el pueblo echaría a alguien. Matías y su inquietante extravagancia había llegado demasiado lejos, el asunto comenzaba a dar miedo de verdad.

En la mañana se le echaría (por la fuerza de ser necesario) del valle y su escultura, fuere lo que fuese, sería destruida.

Pero esa noche, luego del tercer ciclo bien conocido, se escuchó otro sonido. Su magnitud opacaba al primero con un margen amplio y aterrador: no sonaba ni a cuerda ni a trompeta ni a tren ni a animal herido. Era más bien un verso hablado con una voz gutural, ígnea, profunda, que parecía provenir de todos lados. Era como si emergiera del suelo y bajara del cielo, como si saliera de todas las cosas. Duró un instante y luego cesó, para dejar sólo el sonido del viento en los árboles y el corazón a punto de claudicar.

El remolque se encontró vacío, la escultura intacta y nunca volvió a saberse nada de Matías.

Pese a que el tema se volvió un tabú local, se estaba de acuerdo en que el llamado que Matías hacía había sido respondido.

El profesor y yo nos terminamos nuestros tragos casi en silencio. Yo estaba genuinamente perdido en la historia, y él parecía estarlo en sus recuerdos. Luego de que llegara el amigo al que esperaba y me despidiera del profesor, jamás volví a verlo.

Pero nunca dejé de frecuentar ese bar, y ahora en las noches con viento siempre me pregunto si eso eso que se escucha fue de verdad un tren o el crujir de una puerta en el armario...

Tuesday, March 08, 2011

Got a lighter?

Igual que hay gente que-- pese a esfuerzos heroicos, no consigue dejar de fumar, yo no pude dejar de escribir. Otra vez enrollo un documento de texto y me dispongo a darle la primer (profunda, satisfactoria) fumada a mi porro de letras.

Resulta que han pasado un montón de cosas de las que escribir me parecía importantísimo, urgente incluso. Sin embargo, y por razones elusivas, herméticas y tontas siempre terminaba por decidir que no iba a hacerlo, que había dejado la cajetilla de lado y ésta vez para siempre.

Y aquí estamos otra vez.

Una estricta dieta mental autoimpuesta me alejó del blog, los libros y las disertaciones privadas en la carrera matutina. A esa también renuncié, pero con miras a retomarla; como todos los buenos vicios es algo que nunca deja de extrañarse del todo.

Ahora tengo una prisa ansiosa por descargar ideas en tropel, desde la crisis de medio oriente hasta la última misión del Discovery, pero igual que con el primer kilómetro luego de una larga abstinencia atlética, necesito contenerme e ir despacio, no vaya a ser que esguince algún dedo y pase otro mes sin escribir.

Así que lo que sigue son unos cuentos de fantasmas. Me encantan los cuentos de fantasmas. Resulta que últimamente he leído (casi a escondidas, arruinando la dieta restrictiva para enflacar mi cerebro) un sesudo volumen de Ladislas Farago sobre espionaje. Éste All-bran literario, una austera y monumental narración sobre espionaje durante La Guerra, ha sido mi compañero durante mucho tiempo. Siempre lo atacaba para dejarlo de lado rápidamente. Llevo años leyéndolo. Y no dos ni tres. La primera vez que lo agarré debe haber sido hace diez al menos. Creo que me tomará toda la vida leerlo. Y eso está bien. Me gusta pensar que soy Dalí con la Crítica a la Razón Pura.

El punto es que una vez más lo dejé en librero para comerme algo un poco más sabroso. Una compilación de cuentos de Hoffmann. Tengo que apurarme con ese, porque Kata me prestó El Barón Rampante y voy a devorarlo.

Y si vuelvo a leer (de manera compulsiva) entonces toca volver a pensar (de manera compulsiva) y por lo tanto no queda más que escribir. De manera compulsiva.

Divago: cuentos de fantasmas.

Los cuentos de fantasmas me interesan porque encuentro fascinarte la idea de convivir con una entidad sin forma física, con algún tipo de ser misterioso y ajeno cuya presencia es sólo vagamente perceptible. Me gusta la idea de un compañero secreto e invisible cuya influencia jamás sea del todo comprobable-- aun su existencia a penas se sospecha y pese a todo, se le sabe real con toda certeza.

Así que hoy escribo un cuento sobre un fulano que construye un gigantesco instrumento de cuerdas para comunicarse con un espectro indescrito y no me importa si termina por ser una tontería. He llegado a la conclusión de que también está bien escribir tonterías.

A lo mejor entender eso hace que no sean tonterías. Ya veremos.