Wednesday, February 10, 2010

:S

Semana del cuentín, tercera entrega. Cuento del miércoles. Es agridulce.

En 1971 fue amante del presidente. Claro, entonces no era gorda ni estaba cubierta de arrugas, ni tenía el cabello ralo pintado de café, ni lo usaba rígido como un casco de fijador. No, en 1971 era lozana y esbelta, bien proporcionada, coqueta y mucho más inocente de lo que le gustaba parecer.

Se veía en el espejo hecha una femme fatale con la minifalda negra y las botas ajustadas, con el peinado de vamipirela y el delineador de faraón. Creció en un mundo donde la astucia y la belleza eran las únicas dos armas que una chica tenía ante el mundo y el destino fue generoso con ella en ambos casos.

Con el tiempo, claro, el presidente dejó de ser presidente. Ella dejó de ser amante consentida para convertirse en algo más mundano y mucho menos glamoroso. El descenso fue paulatino y e inexorable; de ser invitada extraoficial de eventos oficiales, poco a poco se le hizo más claro el oficio.

Durante su par de años de segunda dama conoció al único hombre decente de su vida, un oficial del estado mayor que la transportaba discretamente a dónde el presidente la quisiera. El Teniente era alto, moreno, feo, serio y cortés como buen militar de la vieja escuela.

Estaba enamorado de ella, tanto como de su país. El desencanto y la sutil tristeza con la que veía al presidente quedar más que corto del hombre que debería ser-- débil, corrupto, vil; contenía algo trágico, algo profundamente poético. Había algo heroico en la elegante entrega con las que cumplía sus órdenes.

Verlo siempre con los ojos fijos al frente, sufriendo en secreto por la mujer que amaba, viéndola bailar con un borracho que debería ser el líder de la nación, la nación por la que él había luchado tanto. Ella también comenzó a amarlo, a amar los minutos y las breves charlas que compartían en el auto blindado.

Los detalles son irrelevantes, y éste cuento es de amores fantasmas y no de conspiraciones ni golpes de estado, basta decir que el día que otro oficial fue por ella, no tuvo que preguntar qué había pasado. Sabía que estaba muerto. Lo lloro tanto que pensó que ella también se iba a morir.

Durante la espiral descendente que sería su vida a partir de ese día, él sería su único compañero y su verdadero amor.

Y ahora, vieja y desvencijada ve la novela de las ocho en una televisión blanco y negro, detrás de la recepción del motel que administra desde que la diabetes le costara la mitad de la pierna izquierda, comparte una carcajada de buena gana.

Y el fantasma a su lado se ríe también, se ríen sin malicia de la vida y el destino, de lo extraño que es el amor y lo breve que es todo. Lo que más le agradeció, lo que más apreció de él que se aferró al Mundo para seguir como un espectro a su lado, fue que envejeciera también.

Se va a quedar dormida y sus ojos no volverán a abrirse, Podrá por fin estar con el hombre de su muerte.

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