Tuesday, January 22, 2008

Hallow


O una ficción en primera persona.

Primera Parte.

La vi desde la carretera y llamó mi atención de inmediato. Se alzaba entre los abedules y los robles. Siendo víctima de mi curiosidad innata y contando con tiempo, decidí detenerme e investigar aquella torre gótica, sin duda parte de alguna iglesia, ubicada inconveniente y tristemente lejos de todo feligrés potencial. Detuve el auto al lado de la carretera, y abandoné su calor para entrar a la fría y húmeda tarde de otoño. El color gris plomo de las nubes bajas, el castaño y cobre de la hojarasca y el leve olor de materia orgánica en descomposición formaban un típico cuadro otoñal; pero en aquel lugar se me antojó lúgubre.

“No seas infantil”, me dije resuelto. Nada había de raro, mucho menos de malévolo en aquel paraje. Solo hojas, lodo y nubes. Un poco de frío. Nada más. Afortunadamente llevaba botas. Comencé a caminar en dirección a la torre, y el escenario me jugó otra broma de mal gusto. Tan fangoso y cerrado era aquel bosque, que caminé viendo hacia abajo y solo me percaté de la iglesia cuando estuvo frente a mi. Sentí como si un animal salvaje hubiera saltado a mi paso, como si aquel viejo templo me acechase como un gato inmenso. Me sorprendió como sorprende tropezar en la oscuridad con un mueble. Me sentí verdaderamente incómodo. Desde luego, aquella idea era absurda. Ridícula incluso.

La iglesia estaba en un pequeño claro, la torre derecha estaba terminada, la de la izquierda estaba trunca. Me hizo pensar en un brote fallido al lado de un árbol muerto; había cierta ironía en el par. La torre derecha perecía haber sido completada solo para encontrar el abandono, mientras que la de la izquierda nunca había llegado a la madurez. Y ahora el orgullo de una y la vergüenza de la otra carecían de sentido, ambas de veían reducidas a tristes cadáveres de tiempos mejores. La cantera gris le confería un aire solemne, y frente a la desvencijada puerta de madera labrada anidada en un hueco alto y ojival se había formado un pequeño estanque, sin duda una adición indeseable al plan del arquitecto. Su agua vil, muerta, emitía un humor decadente, se extendía algunos metros frente a la fachada y pasaba por debajo de la puerta.

Tan solo un encharcamiento, tendría acaso algunos centímetros de profundidad. Pero era imposible saberlo, la negrura del agua era tal, que resultaba imposible determinarlo. Mis leales botas ya estaban llenas de lodo, no tenía ninguna importancia mojarlas ahora. Y entonces cometí mi primer error. Decidí con el corazón y no con la cabeza que atravesar aquel charco era inaceptable, por que habría algún terror oculto en su inmenso puñado de metros cuadrados. Absurdo. Ridículo. Pero la verdad, es que no resistía la idea de caminar con aquel agua insana hasta los tobillos. Un temor infantil, como el de un niño que mira al ático en casa de sus abuelos y el miedo vence fácilmente a la curiosidad y luego, en la noche, antes de dormir imagina lamentos guturales rugiendo en las gargantas de monstruos de sombreros y trastos viejos. En fin. Quería entrar a la iglesia, principalmente por que me daría vergüenza conmigo mismo salir corriendo con la cola entre las patas e irme manejando rápidamente, huyendo de un charco.
No, ahora tenía que entrar a la iglesia. Seguramente -pensé- habría alguna puerta lateral que me concediera acceso, compensando con esa victoria la derrota sufrida en la puerta principal, con su feroz guardián líquido.

Caminé hacia la izquierda, rodeando el charco. El muro izquierdo, o el muro oeste, para fines de notación, era macizo y firme, reforzado a intervalos por musculosos y elegantes contrafuertes, formando medios arcos puntiagudos contra la pared. Tres ventanas altas, con cristales emplomados opacados por su soledad, y que en lugar de permitir la entrada de luz a la nave, parecían hacer justamente lo contrario, como si de ellos brotaran tinieblas, guardadas a presión al interior del recinto. El susurro del viento me causo escalofríos, y las hojas arrastrándose por el suelo a su merced, me hicieron pensar en criaturas poseídas por un pánico increíble, que huyen en masa y se atropellan, escapando sin esperanza de algún mal antiguo. Más lodo. Más hojas y más nubes y más viento.

“Cálmate”, me ordené tajante. Admito que mi corazón ya entonces estaba agitado y mis nervios tensos como las cuerdas de un arco. Ninguna puerta. Recorrí toda la longitud obligándome a dar cada paso, lo que comenzó como curiosidad se había convertido en una cuestión de orgullo. Una iglesia abandonada a la mitad del bosque no iba a vencerme. Solo entonces me pareció bizarro. ¿Quién construyó una iglesia ahí? No había camino que llevara a ella. ¿Cómo llevaron la cantera? Debía ser decididamente antigua. Pero si era tan vieja, ¿cómo es que la madera de la puerta principal no había sucumbido a los elementos? Llegué al muro norte, y una ráfaga repentina casi me arranca el alma. Un ventarrón y nada más, pero tan grave fue su sonido, tan frío su aliento y tan desesperado su tono, que estuve a punto de desmayarme.

Estaba sudando, y me di cuenta de que no era podía ser todo aquello producto de mi imaginación. Había, tenía que haber algo profundamente mal con todo eso, algo cruel y con dientes afilados. Algo primal y escamoso. “Cálmate” me ordené ahora en voz alta. El miedo es pariente cercano de la ira. Ahí estaba yo, reducido a una muñeca de trapo temblando detrás de un templo viejo. Que vergüenza. No podría permitirlo. “Basta de tonterías”. Desde luego, no había ninguna puerta en el muro norte. Caminé, o más bien marché por el muro este. De ese lado había cinco ventanas en lugar de tres, pero al mismo intervalo. No tenía sentido, los muros eran paralelos y uno no podía ser mas largo que el otro. Una rereza, una excentricidad del arquitecto. Un capricho más de alguien que decidió hacer una iglesia a la mitad del bosque. Ninguna puerta.

Y ahí estaba yo. Frente a frente con la iglesia y su puerta y su charco. El rosetón mirándome como un cíclope de piedra manco. Comencé a alejarme, y sentí que la iglesia sonreía orgullosa. Entonces giré repentinamente y corrí hacia la puerta. Un prodigioso salto me propulsó sobre el charco, con el esfuerzo le mostré una mueca desafiante al umbral, y azoté sus oídos con mi mejor grito de guerra. Mi mejor momento, mi instante glorioso antes de la pesadilla. Un zambullido.

1 Comments:

At July 27, 2009 at 3:40 PM, Blogger Regina Weinbach said...

En serio deberías de seguir esta historia y luego podríamos ir en busca de la iglesia para asegurarnos que todo procede así.

 

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